En Las mil y una noches hay un cuento sobre
dos graciosos, los de mayor reputación del país, que un día quisieron conocerse
para ver quién se llevaba la palma. La prueba fue: ¿qué harías tú para burlarte
con esa fila de ciudadanos que están ahí acuclillados en las letrinas? El primero
propone: yo pasaría por detrás simulando barrer y les pincharía el trasero con
la escoba. Por Alá que tienes poca imaginación, replica el segundo. Mira lo que
hago yo. Y, recogiendo unas flores, les entrega ceremoniosamente una a cada uno
de los acuclillados, que reaccionan airadamente: ¿Por ventura piensas que
estamos aquí celebrando una fiesta? La escena hace desternillarse a los
presentes y el primero de los zumbones no puede sino otorgarle la primacía al
otro.
Si en lugar de burlas hablamos de historias perversas, Stieg
Larsson vendría a ser el tipo de la escoba, y no tendría más
remedio que darle la palma a Rosa Chacel.
El relato de Leticia Valle es como uno de esos letreros en que sólo se trazan
los perfiles, y encima en letra gótica. En él todo queda a nuestra capacidad de
lectura entre líneas. Parapetada tras sus once años, Leticia puede permitirse
fingir, incluso ante sí misma, que lo ignora todo sobre el lado oscuro de la
dimensión afectivo-sexual (como dicen los
pedagogos) del ser humano, a la vez que la utiliza de modo casi diabólico. Su
superdotación intelectual es su sex-appeal de cara a su víctima y
su excusa de cara al lector, pues, si es tan inteligente, piensa uno, es raro
que no sea capaz de hacer explícitos sus sentimientos. Y, de hecho, el lector
puede pensar que es él el perverso hasta las últimas secuencias, que, sin ser
tampoco explícitas, constituyen el factor que faltaba para sacar la suma, el
perfil que da la clave del letrero.
Jesús LCL
Jesús LCL
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